viernes, 23 de diciembre de 2011

¡FELICES FIESTAS!

Aquí teneís una felicitación de Navidad hecha con nuestras flores navideñas. A Iris se le ocurrió escanearlas y hacer una postal, y la han escogido para felicitar las fiestas desde la Escuela de Arte Municipal de Lleida. ¡Para que veamos cuantos usos tiene el ganchillo! Con ella os deseamos a todas que paseís unas Felices Fiestas, y que tengamos un buen año a pesar de las crisis varias!

DECORACION NAVIDEÑA CON GANCHILLO Y FRIVOLITÉ


Aquí teneís el estupendo árbol de Navidad decorado entre todas!





viernes, 2 de diciembre de 2011

RETO CONSEGUIDO.

 
Tal y como se propuso la semana pasada, hemos conseguido entre todas, confeccionar a ganchillo un montón de estrellitas, cristales de nieve, flores, etc. para el árbol de navidad de nuestra biblioteca, en cuanto esté instalado tendremos que fotografiarlo para el recuerdo.

Fue muy sencillo, cada una hizo un adorno, Jomari que vino con su niña realizó un arbolito de navidad que está terminando Ester. Las más lanzadas Maribel y Pilar que hicieron dos estrellas, en rojo y verde, Teresa se animó y… otra, Asun con un hilo dorado que tiene, fue la encargada de hacer una flor grandísima para coronar el árbol, Ana y yo misma, hicimos cristales de nieve en blanco “como la nieve misma”…. Seguro que el próximo miércoles tenemos más.

Marga que no pudo venir, nos encargó que leyésemos algo divertido, bueno, pues  que mejor después de haber ido algunas a la obra de teatro que se represento el pasado sábado en Mequinenza, basada en el cuento “Debate de urgencia” de Jesús Moncada, que leer dicho cuento… Lo hicimos a dos voces Ana y yo, y es tan divertido que en algún momento no podíamos seguir de la risa. Es un poco largo, pero tengo que ponerlo para que lo disfrute quien quiera, está más abajo.

Ya sé que algunas estaréis de puente, pero las que no, ya sabéis el día 7 a las 16:30 en la biblio, la novedad para esta próxima semana serán los “amiguris”, es una técnica japonesa para hacer muñequitos de ganchillo, son muy bonitos y fáciles de hacer. Tambien podria ser un bonito detalle para la Navidad.

Ahí va el cuento, que paséis buena semana “ganchilleando”

Elena

Debate de urgencia de Jesús Moncada

  -     Chicos, tengo malas noticias. Os tengo que decir que nuestra situación no puede ser más crítica; estamos en peligro –dijo la imagen del santo Llibori, situada al lado izquierdo del altar mayor, bajo dos querubines pintados al óleo, de un rosa empalagoso, que sostenían con gracia discutible una guirnalda de jazmines y dalias.

     Las palabras inquietantes resonaron por las naves de la iglesia vacía, iluminada por los cirios de llama amarillenta y temblorosa que ardían en los altares. Aquel mundo tenebroso que olía a cera, a cerrado y a perfume de incienso fue sacudido por el anuncio aterrador del santo Llibori; santos y santas, angelitos y beatos, absortos habitualmente en sueños de madera y yeso, salieron del éxtasis; exclamaciones de sorpresa y de alarma, preguntas angustiosas saltaron de capilla en capilla, entre un hacinamiento de esculturas, retablos ennegrecidos, molduras doradas, columnitas salomónicas, candelabros de latón y jarrones con flores marchitas. Incluso en el tríptico anónimo del lado del púlpito, la casta desnudez del pecho de una mártir a punto de ser devorada por los leones se agitó con un movimiento incipiente y sugestivo, cosa que obligó al santo Hilari, un poco a disgusto, a desviar la mirada hacia un relieve de mármol, donde unos cuantos serafines, inofensivos y sedantes, tocaban arpas, flautas y liras.
     Sólo el santo Cassià, una talla de madera metida en un nicho, continuó impasible, con la mirada perdida en quién sabe qué visiones beatíficas, en medio de la alarma general.
-          ¡Cassià! –gritó  el santo Llibori.
     El otro continuó embobado.
-          ¡¡Cassià!!
-          ¿Qué pasa? –preguntó al fin con una vocecita desentonada.
-          ¡Que digo que la situación no puede ser más crítica!
-          ¿Qué me quieren ofrecer una misa?
-          ¡No hombre! Que digo...
-          Déjalo correr, Llibori. No conseguirás nada –intervino la imagen del santo Pasqual, viendo que el otro perdía la paciencia-, No se entera de nada. Parece ser que el gorgojo que tenía en la oreja derecha ahora le ha pasado a la izquierda y le está royendo la campanilla. De aquí a cuatro días estará más sordo que una tapia.
-          ¿Qué has dicho que tiene en la oreja, Pascual? –preguntó la santa Casilda, un poco asustada.
-          Un gorgojo.
-          ¿Y qué es eso?
-          Una carcoma.
-          ¿Una carcoma? ¡Ay, señor! ¡Me han dicho que estos bichos son de lo más contagioso y yo no estoy vacunada! ¿Creéis que nos lo contagiará y provocará una epidemia? Le tendríamos que poner en cuarentena.
-          No seas tonta, Casilda –replicó el santo Pasqual-. De carcomas, sólo podemos sufrir las imágenes de madera, y tú eres de yeso.
-          ¡Ya estamos! ¡Ya ha salido lo de las clases sociales! ¿Me quieres explicar que culpa tengo yo si la parroquia que me encargó era pobre y a aquella gente a duras penas les daba para yeso? ¿Eh? ¿O es que por eso soy menos imagen que las otras?
-          Mujer, no te lo tomes a mal –dijo el otro, conciliador-. Yo no te quería ofender.
-          Sí, sí... Lo que pasa es que si una no saca las uñas, enseguida se te suben encima. Y ya estoy harta de discriminaciones y favoritismos. ¿Sabes por qué no estoy en la catedral de Lérida? Pues, porque cuando solicité una plaza que había vacante, las imágenes románicas protestaron. Se tenían a menos de estar junto a mí y no pararon hasta que consiguieron que me denegasen la solicitud y, para colmo, me envían aquí, a un pueblo de descreídos. Y todavía hablan de igualdad. ¡Estamos bien apañados!
-          ¡Venga , hasta ahí podíamos llegar! –cortó el santo Llibori-. Dejaos estar de discusiones, que así no iremos a ninguna parte. Si comenzamos con peleas no acabaremos nunca. Y ahora, a lo que estábamos. Os decía antes que la situación no puede ser más crítica...
-          ¡No sabéis la ilusión que me produce que me ofrezcan una misa! –interrumpió el sordo, a gritos-. ¡Hace tanto tiempo que no me pasaba eso! La devoción había ido disminuyendo en este pueblo. ¡Sobre todo desde que ganaron las elecciones estos que llaman el Frente Popular!
-          Sí, hombre, sí. Te quieren ofrecer una misa. ¡Y con cuatro curas! –gritó el santo Llibori, un poco nervioso-. Y ahora, ¡calla y no me vuelvas loco!
-          ¿Qué dices?
-          ¡Que te calles!
-          No, las tres de la madrugada parece demasiado pronto. ¡No vendrá ni un alma!
Cuando el santo Llibori estaba a punto de perder la paciencia, unos cuantos acordes del armonio se descolgaron del coro.
-          ¡Coño! Sólo faltaba éste. Escucha, Pere: ¿te importaría dejar la música para más tarde? Lo digo porque ahora hablamos de cosas muy serias y no estamos para conciertos.
Al oir las voces del santo Llibori, el espector de Pere Santacreu, sacristán juerguista y fantasma titular de la parroquia, retiró las manos del teclado y se quedó inmóvil, esperando el permiso para continuar el concierto cotidiano, que comenzaba siempre a las doce menos cuarto de la noche, excepto los jueves, día en que echaba la partida de ajedrez con el enterrador y cogía fiesta.
-          ¡Ay!, si no fuese porque Llibori asegura que los momentos son tan críticos, le diría a Pere que tocase El Danubio azul – suspiró una Santa Quiteria situada cerca de la puerta y que se pasaba las horas muertas mirándose en la pila del agua bendita-. ¡Me gusta tanto el vals!.
-          Esta Quiteria siempre ha sido una frívola –refunfuño la imagen de santa Polonia, de estilo gótico tardío, en la oreja del obispo
Godofrè, una talla trágica de escuela castellana, de mirada febril y miembros descarnados que se desangraba por las heridas del martirio-. ¡Ya le daría yo, ya! ¡Sí que tendría buen vals! ¡Cilicios y ayunos! ¡Porqué, créeme, Godofrè, eso del vals es un invento del demonio! El otro día, este Pere tocó uno y ¡aquello era una invitación a la concupiscencia, a la lubricidad y al libertinaje! Me cogió un cosquilleo en la espalda que, aunque cueste de creer, estuvo a punto de hacerme reir, y ya se sabe que la risa es una trampa de Satanás. Sólo te diré que para sacudirme las tentaciones tuve que flagelarme una semana seguida. Esto lo tenemos que atajar, Godofrè, si dejamos pasar el vals, después pedirán eso que llaman un charlestón, o una rumba, que todavía es peor, y al cabo de cuatro días esta iglesia parecerá un baile de botón gordo.
-          La juventud está perdida, Polonia –sentenció la voz estridente del obispo-. Y eso pasa porque hemos sido demasiado blandos; nos hemos dejado ir y el enemigo se aprovecha. Yo siempre lo he dicho: ¡demasiada libertad!
-          Ya lo puedes decir, ya –replicó la gótica-. El mal se infiltra por todos los sitios. ¡Sólo nos faltó la República! ¡Y si sólo fuese la política, vale! Pero, ¿recuerdas qué se descubrió, hace dos o tres años, que aquel angelito de un pueblo de una iglesia de por abajo, que tenía fama de encontrar novio a todas las solteras, era en realidad un Cupido romano?
-          Calla, Polonia, ¡no me lo recuerdes! ¡Qué escándalo! ¡Tener la competencia dentro de casa!
-          Pues, escucha: hace dos semanas, el párroco de un pueblo de la ribera del Cinca llevó a restaurar la imagen de la patrona y, ¿sabes qué descubrieron los restauradores?
-          ¡No me asustes, mujer! ¿Qué?
-          ¡Que se trataba de una estatua de mármol de Afrodita! ¿Sabes qué quiero decir, verdad? Aquella sinvergüenza de Grecia...
-          ¿Qué me dices?
-          Lo que oyes. ¡Y quién sabe los siglos que hacía que la bribona estaba allí, disfrazada de santa! Ahora se entiende lo que pasaba en aquel pueblo: las mujeres se pintaba, iban sin medias y escotadas; la gente acudía al baile cada domingo: todas las parejas hacía Pascuas antes de Ramos... ¡Una orgía!
-          ¡Qué caradura! Supongo que el cura habrá hecho romper a martillazos esa prostituta. Siempre he dicho que la depuración de los paganos no se hizo a conciencia y ahora nos tocan las consecuencias. Cuando recuerdo los tiempos de la Inquisición, me entra una nostalgia que no puedo aguantar ¡Entonces las cosas iban bien! ¿Recuerdas, Polonia, aquellos autos de fe, aquellos olores de hereje a la brasa, de infiel asado, de judío al horno? Y ahora, miras ¿y qué ves? Afroditas, repúblicas, elecciones, libertinajes... ¡Demasiada libertad, demasiada libertad! ¡No tenemos juicio! ¡Vamos hacia el desastre!
-          Ya lo puedes decir, Godofrè; tienes más razón que un santo.
-          Chicos –insistió el santo Llibori, enfadado-. Si no calláis, no haremos nada de nada. Esto parece una casa de locos.
-          ¡Venga chicos! –ayudó el santo Pasqual-. A ver si prestamos un poco de atención y no aprovechamos que Nuestro Señor y su madre están tomando las aguas en la Fontcalda para portarnos mal y montar bulla, ¡igual que los alumnos cuando no está el maestro!
-          Gracias, Pasqual, Bien, como decía antes, nuestra situación no puede ser más crítica.
-          ¡Qué bien habla! –suspiró la santa Quiteria, embobada-. ¡Parece un predicador!
-          ¡A callar! –ordenó el obispo, severamente.
-          Os he de comunicar, por encargo del señor párroco, que el ejército de África se ha rebelado contra el gobierno y que muchas guarniciones de la península se han sumado a la rebelión. Eso significa que el país está dividido, en estos momentos, en dos zonas: la que continúa fiel a esta odiosa República y la que dominan los nuestros, los militares rebeldes.
-          ¡Ya era hora! –exclamó el obispo-. ¡A ver si ahora volvemos a restaurar el orden y los valores morales!
-          ¡Muy bien!
-          ¡Y hacemos una buena limpieza!
-          ¡Y podemos salir en procesión otra vez!
-          ¡Fuera la República!
-          ¡Fuera, fuera!
-          Yo no gritaría tanto –sugirió el orador-, porque da la casualidad de que nosotros estamos en la zona republicana.
-          ¿Qué dices?
-          ¡Sí que la hemos hecho buena!
-          ¡Ay, señor! ¿Creéis que nos habrán oído?
-          Y eso significa –continuó el santo Llibori- que nos encontramos dentro de un avispero, rodeados de socialistas, comunistas, anarquistas, masones y toda clase de gentuza, que ahora se querrá vengar de nosotros.
-          ¡El mundo está lleno de desagradecidos!
-          ¡Nos rebelamos por su bien y nos lo pagan con coces!
-          Cría cuervos...
-          Me parece que estoy a punto de desmayarme –gimió la imagen de santa Quiteria.
-          Mira, nena, no montes ahora el número ¿vale? –dijo la santa Casilda-. Ya tendrás tiempo de hacerlo cuando nos quemen o nos arrojen al río.
-          ¡Señoritas –gruñó el obispo-, mantengan la dignidad! ¿Qué significa esto? Si hemos de ir a la hoguera, lo haremos con la cabeza bien alta. Señor Llibori, ¿dónde está el párroco?
-          Ha huído esta tarde disfrazado de campesina, con un pañuelo en la cabeza y un cesto lleno de berenjenas, para disimular.
-          ¡Mira qué bien! –exclamó, sarcástica, la santa Casilda-. ¡Y los demás que se arreglen!
-          No te metas con él, ¿eh? – replicó la santa Quiteria-. Todos sabemos que no te resultaba simpático, porque nunca te sacaba en las procesiones.
-          Quiteria, date cuenta de que...
-          ¡Señoritas, me obligarán ustedes a ponerlas de cara a la pared! –amenazó el obispo.
-          Ahora no es el momento de discutir ni de sacar los trapos sucios –intervino el santo Llibori-. Lo que hay que hacer es pensar la manera de aguantar hasta que lleguen los nuestros, teniendo en cuenta que no podemos esperar ayuda de nadie. Si alguien tiene alguna idea, que la diga, pero sin tardar.
-          Podríamos hacer un milagro –sugirió una voz desde el ábside.
-          ¡Claro! ¡Podríamos salir volando!
-          Propuesta rechazada –interrumpió el santo Llibori-. No tenemos tiempo. Todos sabéis los trámites que hay que seguir para obtener autorización para hacer un milagro: instancia, por triplicado, acompañada de un certificado del párroco asegurando que la persona que ha de recibir la gracia observa buena conducta religiosa, moral y sobre todo política; certificado de penales, informe favorable de la comisión técnica del departamento correspondiente, etc., etc. Y no os tengo que explicar cómo funciona la burocracia, ¿verdad? En fin, dos meses, ¡yendo bien! Eso si después no se mezclan los expedientes, como aquella vez que pedía permiso para curar un grano que le había salido al alcalde en el cogote y me llegó una autorización para enviar una plaga de langosta a los trigales de Rusia.
-          No pretenda desentrañar los designios secretos de la providencia, señor Llibori –le riñó el obispo Godofrè-. Si la cosa fue así, ¡algún motivo había!
-          ¡Muy bien dicho! –exclamó la gótica-. ¡Sólo faltaba que cualquiera se permitiese criticar las decisiones de la jerarquía!
-          ¡Callad! Parece que entra alguien.
Una de las puertas laterales, la del lado del evangelio, se había abierto con un chirrido y una mujer vestida de negro, con un pañuelo en la cabeza, se deslizó de pilastra en pilastra hasta el altar de San Antoni Abat; allí encendió un cirio que llevaba, lo metió en un candelabro de bronce a los pies de la imagen y, después de estarse un momento ante el altar, pero sin arrodillarse, se escabulló, ligera y silenciosa como un hurón.
-          ¿Quién era?
-          ¿Qué ha venido a hacer?
-          ¿Hay noticias?
-          ¡Hala, Toni, habla!
-          Era Caterina, la de la calle del Castell –dijo al final la imagen del santo Antoni.
-          ¿La bruja?
-          Si, señor, ella misma.
-          ¿Y qué quería, si se puede saber? –preguntó el santo Llibori, en medio del estallido de voces escandalizadas que provocó la revelación de la identidad de la visitante.
-          Proponerme un trato.
-          ¡Lo que nos faltaba!
-          ¡No queremos tratos con brujas!
-          ¡Hasta aquí podríamos llegar!
-          ¡Que la quemen!
-          ¡Ay, señor! –se quejó la santa Quiteria-. ¡No habléis de fuego, por favor, que se me pone la piel de gallina!
-          ¡Haced el favor de no alborotar y dejad que Toni se explique!
-          Es muy sencillo. La burra de casa Tomàs de Castelló se ha puesto enferma; como parecer ser que el veterinario se ha escabullido, lo mismo que el cura, y la pobre bestia está a punto de morirse, han avisado a Caterina, a ver si la cura con un encantamiento. Pero, no lo consigue. Sus especialidades son los filtros de amor, la quiromancia, el tarot francés y cosas por el estilo. De burras no sabe nada. Ha probado decirle la oración de las embarazadas, por hacer algo, pero la bestia no mejora. Y Caterina ha venido a proponerme que si yo, que soy el patrón de los animales le hago quedar bien curando a la burra, ella me hará un encantamiento que me volverá invulnerable al hierro, al agua y al fuego.
-          ¡Qué cara!
-          ¡Es una sinvergüenza!
-          ¡Una aliada del demonio!
-          Pero me ha dicho que si estoy de acuerdo, que no pierda el tiempo, porque sabe de buena tinta que no llegaremos a la madrugada.
-          ¡Que se muera la burra!
-          ¡Y Caterina!
-          ¡A la parrilla!
-          No os precipitéis –aconsejó una voz prudente-. ¿Creéis que no valdría la pena estudiar eso del encantamiento contra hierro, agua y fuego? Poniendo como condición que nos lo hiciese a todos, claro.
-          ¿Tratos con una bruja? ¡Ni hablar! –sentenció el obispo Godofrè.
-          Además, ¡ya hemos aclarado que no hay tiempo para milagros!
-          Entonces, ¿qué hacemos? ¿Esperar que nos quemen?
-          Escuchad –dijo el santo Llibori, después de aclararse la garganta con un par de toses-. Yo pienso que, de la manera en qué están las cosas, el único camino que nos queda, aunque nos resulte duro, es intentar la negociación con los republicanos. ¿Qué os parece? Después de todo, ¡la gente del pueblo nos conoce de toda la vida! Sin ir más lejos, Esteve, el líder de los anarquistas, fue monaguillo un puñado de años cuando era pequeño.
-          Este es el mal –filosofó santa Casilda- ¡Que nos tienen fichados! A pesar de todo, no tenemos ninguan opción más y el caso es ganar tiempo. Quizá mientras tanto lleguen los nuestros. Y después...
-          ¡Ay, después!
-          ¡Que se esperen!
-          Entonces, ¿qué hacemos? ¿Negociamos?
-          ¡Sí, sí!
-          Yo estoy de acuerdo.
-          Y yo.
-          ¡El caso es salvar la piel!
-          ¡Traidores! –gritó entonces el obispo-. Son ustedes unos traidores, unos cobardes y, lo que es peor, ¡unos renegados!
-          ¡Muy bien, Godofrè, así hablan los hombres! –animó la gótica-. ¡Cántales las cuarenta a esta cuadrilla de gallinas!
-          Sin embargo, no se saldrán con la suya –continuó el otro-. Aquí estamos esta señora y yo para evitarlo. ¿No les da vergüenza negociar con esa gentuza de izquierdas? ¡Prefiero más ir al río o a la hoguera que rebajarme así! ¡Antes tizón que colaboracionista! Pereceremos con honor. Y le recuerdo, señor Llibori, que el deán de esta parroquia soy yo y que nunca permitiré...
El estrépito de una vidriera al saltar hecha añicos, seguido inmediatamente del disparo de una escopeta, cortó la apasionada diatriba del obispo Godofrè.
-          ¡Hostia! –gritó alguien-. ¡Un poco más a la derecha y me afeita en seco!
-          ¿Quién ha sido ese blasfemo malhablado?
-          ¡El sacristán, señora Polonia, el sacristán! –acusó, con voz afeminada, el beato Eliseu, que era un pelotillero.
De fuera, entro un alboroto confuso que ahogó los improperios de la gótica.
-          ¡Me parece que ya vienen! –exclamó un santo Manuel. Ya he vuelto a dormirme –rezongó el sordo, en medio del zipizape-. Sin embargo, si no fuese porque he oído tocar a misa, diría que no es ni medianoche.
-          ¡Que nos coja confesados! –lloriqueaba santa Quiteria.
 No obstante pese al espanto de las imágenes, la agitación de las calles de la villa, en aquel momento no pasaba de un pasacalles un poco travieso y había sido un azar –llamadle, si queréis, anticlerical- el responsable de que el plomo del dispar hubiese acertado la vidriera de la iglesia. Por otro lado, convertir un grupo de gente juguetona en una turba revolucionaria, conlleva su tiempo y transcurrió más de media hora entre el lloriqueo de la santa Quiteria y el instante en que –exaltada por una arenga magistral de Pere Pei, sastre de oficio, en la que las consignas subversivas se mezclaban insidiosamente con alusiones malévolas a las ideas políticas del otro sastre del pueblo- la multitud decidió ir a por trabajo y se encaminó a la plaza de la iglesia. En aquella media hora, sin embargo, en el templo habían pasado muchas cosas; así que, cuando el tropel de gente entró y llegó junto a las pilas del agua bendita –en las que más de cuatro desmemoriados untaron los dedos y se santiguaron- todos se quedaron petrificados por la sorpresa. Todos los lampadarios, lamparillas, velas, linternas y cirios estaban encendidos y de la cúpula caía una lluvia de papelitos rojos, amarillos y morados, mientras la voz del santo Llibori resonaba como un trueno:
-          ¡Compañeros, después de siglos y siglos de opresión y oscurantismo, ha llegado la hora, tan esperada, de nuestra liberación! ¡Estos instantes gloriosos quedarán grabados para siempre en nuestros corazones! ¡Compañeros, saludemos a nuestros libertadores! Gritad conmigo: ¡Viva la República!
Y todas las imágenes, excepto el obispo Godofrè, la gótica, el beato Eliseu y el sordo, que alguien había encerrado después de amordazarlos en el armario de la sacristía, bajo un montón de casullas, albas y capas pluviales- contestaron, al tiempo que el espectro del sacristán juerguista comenzaba a tocar el himno de Riego.
-          ¡Viva!
FIN